sábado, 23 de enero de 2010

RELATO CORTO: UN VIERNES DE SAN FERNANDO

COLUMNA CARCAJ

La niña llegó de la escuela ese viernes más temprano que otros días. Pensó que se había equivocado de casa porque desde que se acordaba no había escuchado nunca a su madre cantar, siempre la encontraba triste y pensativa, con la mirada perdida, pero hoy, era tanta su alegría que la letra de la canción que no recordaba, la silbaba.
Le preguntó a su madre si no había café con leche y ella interrumpió su canto para decirle que sobre las brasas del fogón se lo estaba guardando para que no se le enfriara.

Al sacar el café con leche de la olla, la niña miró con sorpresa que había otra olla grande con agua hirviendo en el otro puesto del fogón de leña. Su madre le dijo que mataría una gallina para el almuerzo, aunque desde que la niña tenía uso de razón, nunca habían matado una gallina los viernes, sólo la mataban el día de la fiesta patronal para el sancocho.

La madre se había casado diez años atrás, desde entonces no tuvo un instante de felicidad. El esposo con su eterno tufo a ron, llegaba de la calle a maltratarla, y ella soportaba con estoicismo los latigazos y las cachetadas que él le propinaba, ya que jamás lloraba delante de su agresor; ella se refugiaba abrazando a su único retoño para poder darle rienda suelta a su dolor.

Ese viernes por la mañana, el esposo le dio el café a ella bien temprano: tres latigazos porque no amaneció azúcar para endulzar el café, cuando él no había dado dinero para comprarlo. Pero esos fuetazos la esposa los sintió como nunca en lo más profundo de su alma y juró por lo más sagrado que esos eran los últimos que él le diera.

Por eso, cuando el esposo salió para la calle, ella montó la olla en el fogón, la llenó de agua y esperó a que hirviera. Cuando llegó la hija de la escuela ya había estudiado su estrategia hasta el mínimo detalle.

A la niña el rostro feliz de la madre la alarmó. Era otra. Ya no se le dibujaba tantos años que no tenía, parecía rejuvenecida al verla barrer el amplio patio con un ímpetu que no le había conocido.

La madre estaba tan concentrada en sus canciones que no supo cuándo se le fue el tiempo y la hora del almuerzo había llegado. No había cocinado nada. Su hija levantándose de la mesa donde hacía las tareas, le dijo que no tenía hambre y que se comería el sancocho de gallina en la cena.

El esposo sí llegó puntual a almorzar. Se sentó a la mesa y la niña salió corriendo para el cuarto presa de terror. Le tenía pavor. A sus nueve años había llorado muchas veces en silencio cada discusión y cada agresión de la que era víctima su madre.

La esposa se tomó su tiempo y no corrió a atender a su esposo como lo hacía siempre. Desde el patio lo vio sentado a la mesa que estaba en el centro de la cocina, vestido con su camisa de dril y el pantalón caqui; el sombrero sabanero lo había puesto sobre la mesa.

Al llegar al fogón la esposa tomó el trapo y cogió en peso el recipiente caliente. Se dirigió a la mesa donde el esposo esperaba el almuerzo; lo vio pensativo, lejos de allí; tanto, que no se percató de que ella estaba detrás de él con el recipiente humeante. La madre de la niña cerró los ojos, tomó aire y en ese segundo recordó uno a uno los golpes y las humillaciones que hasta ese momento había soportado. Apretó los dientes y le vació toda el agua hirviendo de la olla a su esposo sobre la ropa, quien se quedó petrificado del dolor y del horror. Todavía se escucha en el pueblo grito de dolor y de agonía:

Aayy mi madre…

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