martes, 30 de marzo de 2010

CHULE Y BARO: LOS HERMANOS ZULETA

COLUMNA CARCAJ

Si hay algo bonito en la vida es el seno familiar. Es el remanso de paz en donde a todos los miembros de la familia se les llama por algún remoquete, o sobrenombre, o apodo. Al menos puedo dar fe que en la costa Caribe esta costumbre se ha extendido hasta nuestros días por fortuna.


Hay dos hermanos que le apostaron hace más de 40 años el llevar la música vallenata por todas las hendijas del país y gracias a ellos hoy Colombia canta vallenato. Su aporte actualmente es reconocido hasta internacionalmente. Ellos como la inmensa mayoría de los costeños no han escapado a esta tradición de tener su apodo bien puesto.


En la familia costeña es tanto el arraigo de esta tradición que muchas veces se nos olvida cómo diablos es que realmente nos llamamos por culpa de nuestros apodos. Y es tanta nuestra incertidumbre que tenemos que preguntarles a nuestros padres cómo es que nos llamamos de verdad y a veces ellos deben apoyarse en los abuelos para que los saque de duda.

Para esta expresión de cariño y manifestación de afecto no hay edades. Nos estamos muriendo de viejos y nos están llamando con nuestros apodos. A pesar de que pasen los años el núcleo familiar íntimo sigue llamándose entre ellos cuando se encuentran no con los nombres reales sino con los apodos de recién nacido que cada cual tiene.


Ellos como buenos hermanos se pelean, se reconcilian y se vuelven a pelear. Pero por encima de todo esto está el cariño y la admiración de toda una nación porque todo el mundo quiere es al cantante y al acordeonero que nacieron un día sin ningún acontecimiento celestial especial que lo anunciara, y tampoco hubo reyes magos pero sí mucha música de acordeón que le labraron el camino del destino más allá de la serranía, más allá del Piñal por el que debían andar por siempre.


Es tan arraigada esta situación que muchas veces alguien desprevenido comete el error de preguntar por alguno de ellos pero con el nombre real y nadie sabe responder.


Son dos hermanos queridos por todo el mundo que desde niños sabían lo que iban a ser. Han pasado muchos días pero siguen siendo los mismos y nadie los ha podido superar... Y la fuerza descomunal de los apodos es tan grande entre ellos que muchas veces ha servido para reconciliarlos.


Si uno de ellos está resentido con el hermano por cualquier bobada basta con que alguno de los dos no se trate por el nombre de pila sino por el apodo o por alguna palabra clave o cifrada que los dos manejen, eso los desarma compadre, y todo lo malo queda olvidado.


Es tanto el cariño de estos hermanos que se soportan lo que a uno desde afuera le parece insoportable. Que se comprenden lo que a los que no tenemos velas en ese entierro nos parece incomprensible.


Se parecían tanto que a menudo cuando jóvenes los confundían y ellos aprovechaban la confusión cuando les convenía pero mejor si era con las muchachas bonitas. Pero todo quedaba entre hermanos.



Antes, lo único que los diferenciaba era que uno nació un 18 de septiembre y el otro un 28 de diciembre. La diferencia de que uno sea el primero y el otro el tercero en haber nacido tampoco es mucha: un tabaco bien fumado sobre un burro.

Es cierto que para poder sobrevivir los dos han batallado, llorado, y también alegrado cuando por la calle todos quieren saludarlos y sentir por un instante la ráfaga de grandeza que irradian y la sencillez y nobleza heredada de sus ancestros.


Es tanto el cariño y la nostalgia por todo lo que han vivido juntos que actualmente evitan al máximo encontrarse. No porque se odien sino porque seguramente cuando se encuentren correrán el uno hacia el otro a darse el abrazo de hermanos que todos estamos esperando, o a lo mejor porque desean todavía que no se acabe la magia del misterio de su leve distanciamiento y tenernos en ascuas tragando grueso esperando el momento feliz.


Son de esos hermanos que sin que el otro se entere, así estén resentidos, están pendiente el uno del otro. Y se ayudan sin decirse nada y respiran tranquilos cuando ven que el otro está bien.


Por allá por su juventud cuando sus padres no le decían como en su casa acostumbran ellos veían que se les ponía el barro duro, que la vaina estaba jodida ese día. Que algo habían hecho, porque cuando los padres están bravos con uno lo primero que hacen es llamarnos con los dos nombres y los dos apellidos; y eso por lo general antecedía a unos varitazos con una rama de totumo, unos fuetazos con los cantos de cabuya para amarrar la hamaca o unos coscorrones que siempre eran para el futuro acordeonero porque el futuro cantante siempre se les escapaba.

Dicen que el uno es burlón y el otro serio. Que hubo un tiempo en que uno se dejaba crecer el bigote para que no le cobraran la cuenta de la cantina a él sino a su hermano que era quien quedaba debiendo. Sus hijos cuando pequeños le decían tío al papá y papá al tío por parecerse tanto.


No todo ha sido color de rosa para estos grandes. También han sufrido la partida de sus padres, de sus hermanos, de sus abuelos, de sus amigos cercanos, pero lo han asimilado.


Todavía es hora que uno pregunta en la casa de sus más allegados por Poncho y Emiliano Zuleta Díaz, los hermanos que cantan y tocan el buen y mejor vallenato y se nos contesta que no tienen idea de quiénes son.

Pero si uno pregunta en el corazón de sus hogares por ellos con los apodos con que sus padres le hicieron una cruz de ceniza en la frente, por Chule y por Baro, seguro responderán: por ahí están esos dos carajos jodiendo la vida…

FABIO FERNANDO MEZA

jueves, 25 de marzo de 2010

CUENTO: "AQUELLA TARDE DE FÚTBOL". RELATO GANADOR DEL PRIMER LUGAR EN EL CONCURSO DE MEJOR CUENTO SOBRE DEPORTES, EN SAN JUAN DE PUERTO RICO

COLUMNA CARCAJ

La madrugada del domingo 30 de Mayo apareció en el horizonte del lado de la Ciénaga Grande, alegre y danzarina, como la candela del fogón que a esa hora recordaba a los habitantes del pueblo que la aurora de Dios había llegado. A Migue lo despertó la fuerza de la costumbre. Se paró, se desperezó un poco lanzando un grito característico, como descargando las pesadillas y alejando la pereza, cogió la hamaca, la soltó de un extremo, la envolvió y la metió en el otro, salió de la sala donde dormía hacia la cocina; allí su mamá lo esperaba con una totuma de café caliente. Pensó sentarse en un taburete a tomarse su café muy despacio, imaginando entre sorbo y sorbo cada recorrido que haría en el campo de fútbol, pensando en la forma de esquivar, al que decían, era el mejor jugador de toda la región, pero la nota alborotada y nítida de un clarinete lo obligó a asomarse a la puerta con la totuma en la mano. Era la banda de música tocándole la alborada al pueblo que ese día estaba de cumpleaños.

Para muchos, lo único que importaba de ese día de fiesta, era el encuentro que sostendría esa tarde, el equipo de fútbol del pueblo contra la selección de fútbol del Colegio Nacional Pinillos de Mompox.

A pesar de ser domingo y día del santo patrono, Migue debía ir a la parcela de su padre a terminar la tarea que él le había impuesto: limpiar de malezas ocho hilos de yuca y maíz, y que el día anterior sólo había hecho cinco. En la tarde del sábado afiló su sable en la piedra que estaba en el rancho donde dormían los burros.

En el camino real se encontró con Manuel Joaquín, quien le deseó que hiciera muchos goles. A sus nueve años no se perdía ninguno de los partidos del equipo y después le comentaba extasiado jugada a jugada a su tía Isyo.

Migue pertenecía al equipo de fútbol desde que tenía dieciséis años, de eso ya hacía tres; jugando en el medio campo donde lo puso Isidro Vergara Echeverría, el presidente del equipo que hacía las veces de técnico, preparador físico, utilero, psicólogo y de caja menor, ya que cuando no había dinero, Isidro sostenía al equipo con su alma.

Al igual que sus compañeros de equipo, Migue tenía esa mañana una razón más para querer que ya fueran las cuatro de la tarde de ese domingo: iban a estrenar uniforme, medias y zapatos, y un par de guantes para el portero que habían conseguido vendiendo peto caliente y carimañolas de yuca por todo el pueblo.

Todavía no salía el sol cuando Migue llegó a la parcela, sin perder tiempo se dedicó a terminarle la tarea a su papá. Migue era poco amigo de visitar la iglesia; no comprendía por qué el padre predicaba situaciones totalmente distintas a las que aplicaba; no había la banda de música comenzado muy bien a tocar sus porros y sus fandangos en la plaza del cementerio, y ya el sacerdote estaba guapirreando en voz baja en el púlpito de la iglesia en medio de la misa; la procesión del santo patrono la abandonaba cuando escuchaba la banda de música, se dirigía a donde estaba y les pedía una canción y la bailaba solo, y de paso pedía un traguito de ron.

Migue sonrió para sus adentros al recordar con alivio que ya no jugarían más como hasta ahora lo habían hecho: con zapatos remendados con alambre dulce, medias rotas en los talones, y franelas que deberían ser blancas, pero cada uno de ellos tenían una franela blanca diferente. Recordó la ocasión cuando su equipo se enfrentaba al del pueblo vecino, y él disputando el balón con un jugador contrario levantó más de la cuenta su zapato, y con la punta del alambre dulce que le servía para el remiendo, le hizo una herida de consideración en la cara de su oponente que parecía hecha por la navaja de una mujer celosa. Menos mal que el médico Edgar Ruiz Aguilera estaba por allí y logró sacar de apuros a Migue. El encuentro se suspendió porque los jugadores se negaron a seguir, por solidaridad con su compañero herido.

El sitio donde se llevaba a cabo todos los encuentros de fútbol, era un pedazo de terreno sembrado de grama silvestre de una finca que era vecina al pueblo; allí improvisaban las porterías con horquetas y travesaños del árbol de Pinta Canillo por su resistencia, al que debían quitarle la corteza, ya que era demasiado espinosa. Muchas veces se tenía que detener el juego para que de un extremo a otro del campo pasaran las vacas del dueño del terreno, que iban en busca del corral a las cinco de la tarde.

En el pueblo el tiempo para jugar era de 120 minutos divididos en 2 tiempos de 60 minutos, impuesto por las personas que oficiaban como árbitros. A veces, el árbitro no conseguía quien le prestara un reloj, ya que pocos eran quienes se daban ese lujo, o el que le ofrecían él no lo sabía “leer”; y el primer tiempo terminaba cuando a él le parecía que ya estaba bueno; y el segundo cuando los mosquitos acosaban y el balón no se veía en la oscuridad. Pero él estaba siempre con el reloj prestado en su muñeca izquierda, aunque jamás lo consultaba.

La banda de música no se cansaba de animar con sus canciones alegres al equipo cuando jugaba de local, y muchas personas bailaban haciendo una rueda a un lado de la cancha, o bajo el viejo Suán que estaba a un costado del campo.

Migue ese día quería hacer un gol, para cuando se acercara a la gente a celebrarlo, le dieran la botella de ron y él tomar a su gusto a pico de botella, como lo hacían sus compañeros.

Isidro Vergara Echeverría al medio día estaba preocupado, porque la mayoría de sus jugadores no habían vuelto al pueblo desde la mañana cuando salieron a realizar sus actividades. Unos tenían que ir a pescar, otros, a trabajar a las parcelas, otros, a sacar carbón vegetal hacia el puerto del río en sus recuas de burros, no importaba que fuera domingo o día de fiesta. Todos trabajaban con una colilla de tabaco en la boca. Era el trabajo al que se dedicaban sus padres y ellos debían colaborar. “El que no la suda, no la come”, le recordaban sus padres. Muchas veces, los jugadores apenas tenían tiempo de desayunar a las 3 de la tarde, al volver de sus quehaceres, después salían corriendo porque estaban atrasados, para el campo de fútbol a cumplir con el compromiso. Pero nunca perdían un encuentro en su patio. Lo hacían respetar.

Los entrenamientos se hacían 3 veces a la semana, descalzos, para que los zapatos aguantaran un poco más.

La procesión del santo patrono por las calles del pueblo, fue un fracaso. Llegando a la plaza del cementerio, el sacerdote no aguantó más el llamado insistente que le hacía la banda de música y se fue a bailar, dejando la procesión tirada en la calle; otras personas se fueron para el campo de fútbol, atraídos por la novedad de que el equipo iba a estrenar de pies a cabeza, y el portero además tendría guantes. A la seño Gloria le tocó como siempre, continuar con el rosario, llevar el santo hasta el final del recorrido, y devolverlo al templo en medio de pocos fieles.

El espacio que tenían los jugadores dentro del campo era muy reducido: la mitad del total del campo. La otra mitad la invadían los aficionados, donde se sentaban a discutir las jugadas a gritos, a vender sus colombinas, jugos, almojábanas pan de queso, casabe de dulce, panelitas, cigarrillos y ron. Cuando el jugador del equipo local hacía un gol, los asistentes invadían el resto de la cancha para festejar, y al árbitro le costaba tiempo y trabajo sacarlos.

La banda de música se dirigió al campo de fútbol a animar al equipo. El encuentro comenzó mal. Ningún jugador acertaba a darle una buena patada al balón, no se sentían cómodos metidos en el uniforme cuyo olor a ropa nueva les daba náuseas, y ya los zapatos comenzaban a hacerles ampollas en los pies.

Por eso, en un momento de desespero después de comenzar la segunda parte, Migue agarró el balón desde la mitad del campo y comenzó a correr hacia el arco contrario. Cuando se percató del motivo que no lo dejaba ser ni hacer lo que él quería, se fue quitando en plena carrera los zapatos, luego las medias, y dejó al descubierto sus pies ampollados y una pecueca floreciendo sin parar que le estaba ganando la batalla al olor a nuevo que tenían los zapatos, pero sin dejar de cantar a voz en cuello al compás de la banda de música el eterno y pegajoso estribillo: “…Y repleto de ilusiones…”. Y así desembarazándose de tantas vainas que llevaba encima, le pegó al balón como en sus buenas tardes, pero tampoco tuvo suerte, y el portero del Pinillos le atajó el lanzamiento.

En el transcurso del primer tiempo del encuentro, Isidro Vergara Echeverría miraba con tristeza que sus muchachos no atacaban al contrario con la contundencia acostumbrada, por temor a que el rival los fueran a tumbar y se ensuciara el uniforme nuevo. Tampoco comprendía por qué, el rival no los masacraba cuando todo estaba servido para ellos.

Ni siquiera sirvió que un comerciante del pueblo, amarrara un billete de 200 pesos con una majagüa de plátano en la portería contraria, para incentivar al grupo, cosa que antes había funcionado muy bien.

Cuando ya era imposible adivinar por dónde andaba el balón, y por la presión del público y de los mosquitos, el árbitro dio por terminado el encuentro.

Lo único que se escuchaba era la banda de música, pero ya nadie bailaba. Los jugadores salieron adoloridos, tanto por el empate como por la incomodidad de los zapatos nuevos, todos sudaban “como burro harto de tierra”, como decía la mamá de Migue rabiosa cuando su hijo llegaba bañado de sudor.

Cuando Manuel Joaquín quiso llegar al campo de fútbol, ya el encuentro había terminado. Su demora se debió a que la seño Gloria le pidió que la acompañara a llevar el santo patrono hasta la iglesia.

Al encontrarse con Migue, que iba para su casa con los zapatos nuevos en la mano, y la cabeza gacha, Manuel Joaquín le preguntó quién había ganado el encuentro.

Migue sin levantar la cabeza y sin detenerse, le contestó:

-La banda de música-

domingo, 21 de marzo de 2010

MANUEL, ADOLFO PACHECO LE PUSO "EL CORDOBÉS" AL POLLO DE NABO COGOLLO

COLUMNA CARCAJ

De pronto del pantano de la parranda alguien resucitó diciendo: “Hombe, si lo que yo quiero es que Adolfo me haga un canto”. La respuesta esperó hasta que salió después de observar el verdor ceniciento del horizonte en el sol de levante y el patio amplio empedrado de gallos de pelea: “Se lo voy a hacer más bien es a ese Pinto Blanco de pico tirador que tienes ahí”, le contestó Adolfo Pacheco a Homobono Cogollo, más conocido como Nabo, cuando en el año de 1963 fue a parrandear con él en una de sus fincas que quedaba cerca a una vieja bonga camino de Cereté, Córdoba, en compañía del acordeonero Andrés Landeros.

En el año de 1964 cuando Adolfo Pacheco se decidió a grabarla en aire de merengue no le tenía título a la canción y decidió ponerle “El Cordobés”; no tanto porque el pollo hubiera nacido en esas tierras ribereñas del Sinú, sino por emular a un famoso torero español de la época, Manuel Benítez.

El pollo de brioso pico como son todos los gallos y pollos de Cereté, se lo regaló Nabo al entonces profesor de Bachillerato, Pacheco, e hizo desastres en las sabanas de Bolívar hasta que lo mató en una riña el gallo “Cantinflas” en una gallera en San Jacinto, Bolívar. Nabo es un ganadero y gallero de renombre y rico en esa época que contrasta con el hombre solitario y arruinado de hoy, y a quien los músicos famosos del canto vallenato lo tiraron al olvido y ya no es para ellos de saludo obligado como en su época de mujeres, tragos y parrandas inolvidables de varios días. Incluso, el desaparecido compositor Carlos Huertas pone a actuar a Nabo en el reparto de la historia que narra en la canción “Tierras del Sinú” que grabaran los Hermanos Zuleta.

Juan Carlos Díaz dice que El Cordobés es hijo de El Costeña, un cotizado gallo reproductor de gran prestigio en la década de los 60’ en toda la ancha, vasta y hermosa sabana.

A mediados de 1988 en la población de Río Frío, Magdalena, en sus fiestas patronales Diomedes Díaz le regaló al expectante público que lo ovacionaba histérico, El Cordobés, acompañado por Juancho Rois. Era la primera vez que la cantaba y se fue acordando de la letra en el transcurso de la canción y lo hizo de un manera tan especial y sentida como pocas veces que desde ese momento se convirtió en éxito de caseta como se decía en esos tiempos y vendían la grabación en casetes por las calles, y lo sigue siendo actualmente a pesar de tanto tiempo. Tanto fue su triunfo que la casa discográfica del cantante la incluyó así, en vivo, en una recopilación que hiciera tres años atrás.

Pero casi nadie sabe que este merengue también fue grabado para la casa Codiscos por Juan Piña y Jesualdo Bolaños en la década de los 80’ y es quizás el grupo que lo canta así como el compositor lo escribió. En un desconectado que hace el cantante Peter Manjarrés interpreta este merengue y se hace acompañar de nadie más y nadie menos que del gran Alfredo Gutiérrez, teniendo como resultado algo sencillamente espectacular. En el álbum “El más grande con los grandes” donde Alfredo Gutiérrez se hace acompañar de los grandes intérpretes del vallenato este merengue lo canta Jorge Oñate.

Adolfo Pacheco jamás pensó que el canto que le hizo a un pollo del que se enamoró desde que lo vio en la aurora de Dios fuera referencia obligada en parrandas y ferias gallísticas en toda la costa.

Diomedes Díaz después del suceso musical en Río Frío no ha vuelto a cantar este merengue clásico y hubo un tiempo en el que sus fanáticos soñaron con que la grabara pero tampoco ha sucedido.

A este pollo bendito que protegió el Nazareno de la Cruz, su dueño, Adolfo Pacheco, lo quiso como quieren los padres a los hijos. Lo cuidaba y lo mimaba tanto que despertaba celos de las personas más cercanas al maestro.

La muerte del Cordobés tuvo doble impacto en el compositor porque fue lanzado al ruedo sin que el pollo estuviera preparado para enfrentar a semejante contendor y no pudo hacer de su pata una metralla, y por primera vez Pacheco no vio en la arena sangre correr que fuera la del gallo perdedor frente al suyo, y porque se hizo la pelea sin el conocimiento ni el consentimiento del dueño del pollo estrella y famoso.

45 años después de haber sido inspirado en tremendo gallo de fina estampa, este merengue vallenato sigue tan vigente como cuando el maestro Pacheco se lo cantó a Nabo, y el gallero y ganadero emocionado se quitó el sombrero de la cultura Zenú más conocido como sobrero vueltia’o de su cabeza, que en esa época estaba surcada de rústicos y tupidos mechones que hoy sucumbieron y está pelada; este gesto tan noble de Nabo fue en señal de aprobación y respeto por la obra de Pacheco al igual que se le aguaron sus ojos verdes cristalinos. A Nabo le quedó de recuerdo el merengue bien logrado, bien medido y bien cantado que pidió esa madrugada de parrandas para él pero fue hecho al pollo que regaló con mucho gusto; y al hoy doctor en derecho de la Universidad de Cartagena, Adolfo Pacheco Anillo, su autor, un dolor perenne por la pérdida tan paradójica de su gallo sabanero de la cual no se ha podido recuperar.

Isyo, algún día nuestro hermano Manuel Joaquín volverá a cantarnos esta canción en el camino de Batatal bajo los rayos de un sol inmisericorde de un miércoles cualquiera.

Desafortunadamente para el año entrante cuando haya concentración no se alistarán pollos de la cuerda sabanera, porque Nabo no le mandará a Pacheco un Pinto Blanco del Costeña…Todo eso es historia, pero historia sagrada que todos llevamos en lo más profundo de nuestro corazón vallenato.

FABIO FERNANDO MEZA
fafermezdel@gmail.com

jueves, 18 de marzo de 2010

LA TAREA DEL PROFESOR CAAMAÑO

COLUMNA CARCAJ


Por ahí estuvo el profesor Caamaño, buscándote". Esas eran las palabras que periódicamente me decía la seño Gloria, mi madre, las veces que yo estaba por el pueblo. Últimamente el profesor y yo no nos volvimos a ver. Quizás, porque nunca encontré el camino para visitarlo en su casa fresca de palma, o porque siempre voy de prisa y me concentro en otras cosas.

El profesor Gonzalo Caamaño García, fue el directo responsable de que hoy numerosos profesionales lo sean. Se dedicó a la enseñanza toda su vida. Primero, como profesor de primaria, y luego, como fundador y rector de un colegio de bachillerato que todavía existe en San Fernando, Magdalena; San José, lo bautizó.

Fue un promotor incansable de muchas obras sociales que aún hoy nos acompañan, y de las que él fue protagonista. El profesor Caamaño se preocupó hasta el último de sus días porque quienes abandonábamos su colegio por culminar nuestros estudios, fuéramos dignos representantes de esa tierra "donde quiera pusiéramos la huella". Deben tener “vergüenza de patria chica”, nos decía a menudo.

Yo lo recuerdo con mucho cariño. En una ocasión cuando yo atravesaba por un momento difícil de mi vida por haber perdido a alguien muy importante para mí y de lo que todavía no me he recuperado, se me acercó y me dijo al oído: "de ahora en adelante, lo voy a llamar por su segundo nombre para no atormentarlo".

Cuando su colegio estaba falto de profesores, que era la mayoría de las veces, él suplía esas faltas impartiéndonos verdaderas cátedras. A mi, particularmente, me gustaba asistir a sus clases de ortografía los miércoles a las dos de la tarde. Uno de esos miércoles, cuando estábamos próximos a salir a vacaciones de fin de año me dejó una tarea para la clase siguiente.

Por muchas circunstancias las clases de ortografía se suspendieron, después nos graduamos de noveno y cada quien tomó caminos diferentes. Mi investigación quedó en veremos.

El profesor Caamaño nunca olvidó que me había impuesto una misión y yo no me había reportado. Por eso, cada vez que le decían que yo estaba en el pueblo, se acercaba a mi casa a preguntar por "el joven" como también me decía.

Una tarde calurosa de diciembre lo vi caminar por todas y cada una de las cinco calles largas, arenosas y misteriosas de San Fernando, en compañía del médico Edgar Ruiz Aguilera, otro de sus antiguos y admirados discípulos. Caminaron toda la noche hablando de todo.

Esa tarde al verlo a lo lejos volví a recordar la tarea que me había dejado mucho tiempo atrás. Con remordimientos de conciencia fui donde el profesor de Español y Literatura, Ramón Delgado Caicedo -el mismo que alguna vez me montó en su bicicleta clásica de mil batallas llevándome a su casa para que leyera las novelas ejemplares de Cervantes-, y me hizo la caridad de decirme la tarea.

El profesor Caamaño vivía solamente para el bienestar de los demás. Poco se preocupaba por él. Aún después de retirarse de su labor como docente vivía preocupado por la calidad de la educación que se impartía en aquel colegio que alguna vez él fundó.

El profesor Caamaño, quizás pensó que me olvidé de él apenas salí de su respetable institución. Pues no. En mi pecho no cabe el olvido. Y menos, cuando en una tarde sin arreboles de su vida, me escogió para acompañarlo en sus largas, famosas y frecuentes caminatas por el pueblo cuando iba muriendo el sol. En esa ocasión me dijo: “Joven, le tengo fe”. Esa confesión me dejó petrificado.

Me quería dar un patatús las pocas veces que me encontraba al profesor Caamaño en el camino de Batatal cuando él amanecía con ganas de respirar aire puro. Era entonces cuando se montaba en un caballo prestado, se ponía su sombrero vueltiao y se vestía mejor que cuando el obispo llegaba a visitarlo. Toda esa ceremonia para ir un ratico a su pequeña finca, la convertía el profesor Caamaño en un rito que demoraba seis meses de preparación. Él no me veía cuando nos cruzábamos en el camino porque estaba extasiado de tanto paisaje hermoso que se podía ver a lo largo del camino y yo podía respirar tranquilo.

Ya con la respuesta en mi poder siempre quise buscar al profesor Caamaño para dársela, pero nunca lo hice. Primero era porque no la tenía; y cuando la conseguí al fin, pensé, sin razón, que era demasiado tarde.

Poco después de la muerte de este insigne personaje de San Fernando, fui al pueblo y en una conversación familiar terminamos hablando de los recuerdos de esta persona que junto a la seño Gloria, tienen el record de poseer el mayor numero de ahijados de toda esa próspera región. Entonces me acordé.

Le pregunté a Isyo en qué parte del cementerio estaba la tumba del profesor. Fui allá y me acerqué. Como en aquellas épocas de clases le respondí a su tarea de pie, con las manos extendidas a lo largo del cuerpo, sacando pecho, levantando la cabeza como él nos había enseñado: "profesor, buenas tardes, los dos punticos que se le colocan a la letra U encima para que suene, se llaman Crema o Diéresis". Me quedé un momento esperando que me volviera a decir: "muy bien joven, seguro que esa respuesta la encontró en el Almanaque Mundial de su papá". Pero no, esta vez su palmadita en mi hombro fue el silencio.

Salí triste de ese santo lugar pero olvidé decirle, que desde su partida, las misas dominicales en el pueblo ya no son iguales, porque en el momento de la elevación, ya no se escucha el tañer de las campanas como solo él sabía hacerlo: de una manera magistral.

La cura de burro que me he impuesto para redimir mi falta, es que en honor al profesor Caamaño, cada vez que tengo la oportunidad de escribir, trato en lo posible, de utilizar palabras que tengan esos dos punticos sobre la letra U.

FABIO FERNANDO MEZA

fafermezdel@gmail.com

miércoles, 17 de marzo de 2010

AUSENCIA SENTIMENTAL: LA REINA DEL FESTIVAL VALLENATO

COLUMNA CARCAJ

(CRÓNICA PUBLICADA EN MARZO DE 2007 EN EL PERIÓDICO EL PILÓN DE VALLEDUPAR)
Toda organización que se respete, tenga una importante tradición y sea reconocida por su labor, por lo general tiene su himno, su escudo y su bandera.


El Festival Vallenato con todo y sus tropiezos es un icono no sólo de la costa caribe sino de Colombia, por ello y porque se lo merece, el Festival Vallenato es tan adulto que debe tener al menos un himno que lo identifique.


Confieso que no es fácil. Escoger entre tantos cantos bellos, melodiosos y de gratas recordaciones que han ganado un pedestal dentro del concurso de canción inédita (como la canción llena de mensajes de hermandad, Abrazo Guajiro, del desaparecido compositor Carlos Huertas) una canción que satisfaga nuestro insaciable deseo de que sea la mejor es una tarea titánica pero no imposible.


La canción que desde 1986 ha estado siempre en nuestras mentes y más cuando se acercan estas sagradas fechas para los que amamos y defendemos el vallenato autentico, es la canción que ganó la versión de ese año de la rúbrica del gran Rafa Manjarrés: Ausencia Sentimental. Esta es la hembra que debe ser el símbolo oficial del festival.


Ausencia Sentimental es la canción que desde una madrugada cualquiera nos avisa que dentro de pocos días comienza el festival. Por la emisora nos previene que nos preparemos a deleitarnos de una música celestial que alegra todos los corazones. A veces, la escuchamos en la voz morena de Silvio Brito, a veces, en la voz revelación e inconfundible de Peter Manjarrés, o, a veces, en la modesta pero autorizada voz de su autor, a quien todos acompañamos en un alegre coro tratando de sentir lo que él siente cada vez que la interpreta así estemos a millones de kilómetros de distancia.


Esta hermosa canción hace rato se le salió a Rafa de las manos, va por el mundo conquistando corazones, ya parrandea sola, se emborracha y amanece dando serenatas y hace lo que le da la gana. Claro, si es la reina… si es la consentida... Y lo más impresionante es que no hay persona que vibre con el vallenato que no se la sepa completita y la cante a voz en cuello.


Ausencia Sentimental es la canción que reúne todas las condiciones para afianzarse como el himno del magno evento vallenato. Por supuesto que no todos estarán de acuerdo con que ella sea la elegida y propongan otras candidatas, pero sí sé que todos están de acuerdo conmigo que el festival vallenato debe tener una canción hermosa que lo identifique.


Esta hermosa canción que Poncho Zuleta interpretó en la tarima Francisco el Hombre en plena competencia y que todos esperábamos fuera grabada por él, tiene la extraña virtud de narrar en cuatro minutos todo lo que sufrimos, todo lo que lloramos, lo que brincamos, saltamos y hasta renegamos quienes deseamos estar allí y no podemos por esas vainas raras de la vida. Pero nos juramos que el próximo año sí…


Precisamente en el próximo mes de abril cumplirá esta canción 22 años de haberse alzado con su premio mayor, bien merecido por lo demás y presentada bajo el seudónimo de Uno de tantos. En él se escondió Rafa Manjarrés en esa ocasión para que no se le saliera el corazón por la boca porque sabía que al momento de escucharla la aceptación del público iba a ser inmediata, como en pocas ocasiones.


Hoy Ausencia Sentimental está buscando también el reconocimiento que ya de una manera no oficial le hemos dado quienes nos identificamos con ella.


Ojalá se haga nuestro sueño realidad, para que quede instituida oficialmente y por siempre como el himno de esta fiesta vallenata. Como la reina del festival.


FABIO FERNANDO MEZA

fafermezdel@gmail.com

martes, 16 de marzo de 2010

"COMO GALLINA MIRANDO SAL"

COLUMNA CARCAJ

Desde hace mucho tiempo algunas empresas vetan a los grandes profesionales, genios en sus respectivas áreas sólo porque sus directivos no comulgan con su sexo, raza, religión o cultura. Pero las pocas veces que estas empresas han sido elásticas y han abierto sus puertas a una nueva ráfaga de aire se han visto beneficiadas por la creatividad y la genialidad de estos seres para ellos tan exóticos.

Sentirse uno en un lugar equivocado, donde lo ven “como gallina mirando sal”, donde no lo miden por su capacidad si no por su camisa tropical; donde sus logros son opacados por el color de su piel; donde su creatividad es coartada por su tendencia sexual, es bastante incómodo y absurdo.

Muchas veces, los empleados de gustos y costumbres particulares han tenido que adoptar posturas ajenas a su personalidad, esas que siguen el común denominador de los demás compañeros, solamente por conservar su puesto. Otros, simplemente renuncian para no tener que doblegar sus convicciones sabiendo que capacidad intelectual es lo que le sobra.

Las empresas que están cerradas herméticamente en sus códigos anacrónicos, que no permiten que entren aires de esperanzas, están condenadas a quedarse estáticas en el tiempo y en el espacio ya que el mundo empresarial está continuamente evolucionando.

A veces, esa persona de dicción caribe, que le gusta escuchar música vallenata, que viste de una manera fresca, que ríe a carcajadas, cuyo único bien material es su capacidad y su amistad para regalar, es la que alguna empresa estaba esperando para salir de su aburrido círculo vicioso.

A veces, esa persona con piel requemada por el sol y por la historia, de ojos grandes, de hablar pacito, taciturno, de cabello apretado, que conservan de su tribu africana el apellido, puede ser el genio que saque de apuros a alguna empresa agonizante.

A veces, esa mujer que habla con voz grave, que le gusta la música rock, que anda cuasi desnuda, bohemia y en contra vía, es la mujer indicada para dirigir.

A veces, esa persona tan especial que es tan listo e inteligente que carga en sus hombros una fama injusta, que se siente orgulloso de ser de donde termina Colombia, de cómo habla, que le resbalan los chistes que le achacan, es la persona indicada de hacer el milagro de la resurrección empresarial.

Cuando los directivos sean condescendientes con la manera de ser de sus trabajadores y les respeten su personalidad, sin duda habrá armonía y ambiente laboral favorable para que cada uno desarrolle sus proyectos y creatividad en pro del progreso de la empresa.

No siempre el profesional que viste de luto, con gomina en su pelo, de gestos predeterminados, un reloj de marca en su muñeca y una sonrisa calcada, es el ideal. Pero aquel que lleva su espíritu aventurero cargado de alegría, no importa que adore a diferentes dioses de sus antepasados indígenas en sus ratos libres, y que vista de guayuco, puede ser el candidato indicado.



La idea no es tener en la empresa un mercado persa, no. Es tratar de equilibrar las diferentes culturas y costumbres de tal modo, que todos se puedan soportar, que nadie por sus costumbres sea un cabo suelto, que se sienta la comunidad trabajando en beneficio de la empresa.

Respetar los gustos personales, no solo de parte de las directivas sino entre compañeros, debe ser el norte a seguir. La diversidad cultural, racial y religiosa no tiene porqué ser un palo en la rueda del progreso de una empresa.

Al contrario, debe ser el aliento para cada día ser el mejor, no solo para satisfacción propia, sino para seguir honrando a todas y cada una de nuestras raíces.



FABIO FERNANDO MEZA

fafermezdel@gmail.com

domingo, 14 de marzo de 2010

AÑORANDO..SÍ, AÑORANDO AL SAN FERNADO AQUÉL...

COLUMNA CARCAJ

Yo estuve, aunque de niño, en momentos especiales en la historia de San Fernando, Magdalena, mi pueblo. Y soy un privilegiado porque quizás las nuevas generaciones ya no podrán vivir sucesos maravillosos, algunos llenos de folclorismo, otros, propios de nuestra idiosincrasia, otros, llenos de ingenuidad, de inocencia y de transparencia espiritual, otros son simplemente eso: recuerdos, sólo recuerdos que no hacen daño ni siquiera al recordarlos.

A lo mejor ya no volverán aquellos tiempos cuando en plena faena del ordeño, ritual sagrado del San Fernando del ayer, yo venía de El Playón, en medio de la época de verano, en el anca del burro que montaba mi padre, cuando al pasar frente del corral de ganado del Señor Julio Yacub Waquim, estaban como 4 mujeres agarradas de los pelos, ahí en la orilla del camino peleándose a uno de los nietos favoritos del patriarca Sirio, mientras él, Arlequín, estaba muerto de risa montado en las talanqueras del corral que daba al camino de San Zenón viendo como esas mujeres se arañaban las caras por él…(Recuerdo a D .S entre las que peleaban esa madrugada por el delantero de la selección de fútbol del colegio Pinillos) Eso, no volverá a pasar mis queridos paisanos, qué lástima, hombe!!

Aunque recuerdo hechos tristes y lamentables también como el asesinato de un muchacho querido por todo el mundo, Nardo, se llamaba. Eso conmocionó a la población de esos tiempos…Recuerdo que fue para unas fiestas de Santa Ana y fue degollado como un chivo en el camino que conduce a San Fernando desde Santa Ana.

A don Juancho Ruíz Meza, ¿cómo no recordarlo? Si cuando llegaba de visita al pueblo desde su Santa Marta, todo San Fernando sacaba las banderas y las ponían en las ventanas debido a la visita de tan ilustre personaje ¿o no, don Juan? Desde siempre es el amigo de sus amigos y el hombre más enamoradizo que yo haya conocido jamás…

También tengo en mi mente la vez que mi tío F.D discutía con su esposa, mi tía P.M, ella, que estaba hirviendo agua para un sancocho de gallina, se la derramó toda sobre el cuerpo de mi tío y se escuchó por muchos días el grito de dolor de mi tío con sus testículos quemados porque el agua hirviendo se le empozó en el pantalón de dril que tenía puesto
Quizás no volverán los tiempos aquellos donde la señora Dominga Anaya (Q.E.P.D) discutía una mañana cualquiera con su hijo, el Mono Delgado: “Tú no hables nada, le decía ella furiosa, si cuando llegaste de Venezuela estabas tan flaco que cuando pasaba el ganado de Rosemberg yo tenía que estar pendiente porque las vacas se pasaban por debajo de tus piernas y tú no te dabas cuenta. Y si llovía se te empozaba el agua en las clavículas…”. Recuerdos de Miguel Márquez, el hijo de Matilde Mendoza, cuyo cerebro impresionante aprendía de todo y era capaz de hacer todo. Cuando se emborrachaba me buscaba para decirme que sin necesidad de ir a la universidad “él era arquiteitico”.

El San Fernando aquel donde la Señora A, le preguntaba rabiosa a su hijo E. R, por qué la niña que había parido su esposa, N. E, no se parecía a ninguno de ellos y el señor E. R le respondió que sí, que sí se parecía a alguno de ellos. Al preguntarle la señora A que a quién, el hijo le respondió: A mi madrina! La niña se parece a mi madrina, mamá…!!

Muchachos, jóvenes de San Fernando, qué bueno que aquellos tiempos cuando daban ganas de ir al campo de fútbol a ver a grandes figuras locales, volvieran. Yo tuve la dicha de ver al Señor Aquiles a sus casi cincuenta años cobrar un tiro libre y hacer un gol aunque después tuvieran que sacarlo cargado quejándose del dolor eterno de sus rodillas. Yo estuve ahí, cuando en aquel equipo inigualable jugaban grandes valores como Libardo Jiménez, Arlequín, Ángel Oliveros, Tony, Pipi, Nacho y Rafael Novoa, Rodrigo García, Gustamberg, Yesid, Rafael Emilio Leyva, Gabriel y Julio Matute, Jorge Mejía… y el portero era un muchacho del Vesubio de cuyo nombre no me acuerdo en este momento cuando escribo esta crónica. Daban ganas de verdad de asistir al campo de fútbol, campo, que los mismos jugadores limpiaban y cuidaban. Ojalá esos momentos volvieran…Yo tuve el honor de ver jugar buen fútbol a Julián Carreño, el papá de Cande.

Ya era adolescente cuando un 29 de mayo llegó la luz eléctrica de prueba para el pueblo. Fue una fiesta improvisada donde todo el mundo se contagió, hasta el compositor Iván Ovalle llegó en los carros de Corelca a cantarnos Volver a la Ternura, ya que él trabajaba en esa empresa. Hasta el señor Alejo Jiménez fue y compró un equipo de sonido ese día para gozarse la inauguración de la nueva luz permanente. Qué tiempos!

A mi me impresionaba cuando en la cantina del señor Isaac Martínez (Q.E.P.D), Roviro Vergara se sentaba a escuchar vallenatos y a tomar cerveza. Ese señor cogía la botella llena, la miraba, la acariciaba, la consentía, la alzaba, abría la boca y se alejaba la botella como 10 centímetros y desde esa distancia dejaba caer el chorro hasta que la botella quedaba vacía. Se la tomaba de un solo trago!!. Impresionante!.

Diciembre era un mes mágico en San Fernando porque era el momento cuando llegaban los pocos estudiantes que se aventuraban a ir a terminar sus estudios de bachillerato a Mompós, Cartagena, Barranquilla, Bogotá o Santa Marta.
Era el diciembre de los amores imposibles para los jóvenes de esa época feliz de San Fernando. Recuerdo que antes amanecían tirados en cualquier esquina en aquellos arenales los estudiantes o trabajadores que llegaban a vacacionar, tomando trago, comiendo sancocho y escuchando vallenatos en una grabadora inmensa de 8 baterías como la grabadora de colores de Tuco, aunque en algunas ocasiones las brujas los obligaran a salir corriendo y dejar la parranda a medias. En la esquina de la señora Ignacia Meza, una madrugada de navidad en todo el centro de la calle estaban parrandeando un grupo de jóvenes y de pronto Nel Ruíz dice: “Primo, pero ponga otro casete, ya me aprendí Indecisión de tanto escucharla. Y le responde Toño Helbrum, hijo: no, primo, con esa canción hemos parrandeado y vamos a seguir. Al preguntarle Nel Ruíz en medio de la parranda a qué se debía tanta decepción, Toño le respondió llorando y cantando junto con Beto Zabaleta la canción que salía de la grabadora: Es que Sahíbe… me dejó, Sahíbe Yacub, primo, mi novia, me dejó porque la engañé con otra, primo…!!.” Qué tiempo aquellos de amores ingenuos, de amores de estudiantes, de encuentros imposibles, de sentimientos tiernos y sinceros. Eso, amigos, ya no se verá más. Los jóvenes de hoy como que han perdido el valor del respeto y el significado del sentimiento verdadero. Sobre todo eso: respeto

Tantos, pero tantos son los recuerdos, que escribo los que primeros se vienen a mi cabeza y se quedan muchos sin plasmar. Y son recuerdos de niño. Por ejemplo, cuando jugaba fútbol frente a la casa de la seño Osiris con todos los niños de esa época y nos quedábamos con la boca abierta cuando llegaba Juan Antonio, Juan Carlos y Juan Fernando Royero a pasar vacaciones donde el señor Antonio Príncipe desde Cartagena. El que se unía a jugar con nosotros era Juan Carlos, Juan Fernando se negaba a jugar porque después –según él decía- se le ensuciaban los tenis; Juan Antonio se iba a emborrachar porque como ocurrió siempre, Z. Á nunca le paró bolas. Al menos eso era lo que él decía cuando visitaba a mis padres que en esa época vivían donde mi abuela Rebeca. Mi papá le daba un burro o un caballo al que había que montarlo y bajarlo después, para que se le pasara el guayabo del Ron Caña que vendía la señora Amada Leyva, y de los desprecios de Z. Á. Lo que yo rescato de todo esto es que eran amores transparentes o sueños frustrados pero no se insultaba a la muchacha, o se hablaba mal de ella cuando decían que no y todo seguía igual, seguían como amigos. Qué tiempos que ojalá volvieran. Era otro San Fernando.

Sí, mi siempre recordado amigo y abogado Candelario Carreño Turizo, definitivamente era otro San Fernando. El San Fernando aquél donde los estudiantes del Pinillos de Mompós los sábados se reunían en el pretil de Nando Álvarez a esperar a que el Mono Suárez abriera el billar. Entonces para matar el tiempo inventaban tirarse desde encima del piso de la casa de Nando a tratar de coger una rama de un árbol que Nando tenía plantado en la calle. La distancia era como de 5 o 6 metros desde el piso alto hasta la rama alta. Algunos no se le medían, otros lo intentaban sin éxito; y otros pocos la alcanzaban lanzándose a cogerla. Recuerdo con mi memoria de niño la vez que Jairo Jiménez Delgado apostó a que él era capaz de coger la rama lanzándose desde el piso. Falló en su intento y la punta de un sardinel que había hecho Nando alrededor del árbol lo esperó y lo golpeó en la cabeza, de allí lo levantaron inconsciente y Nando, mi siempre recordado y respetado Nando Álvarez que en paz descanse, cogió un machete y mochó la bendita y famosa rama para que se acabara la vaina.

Cómo no recordar al San Fernando aquel que me gocé de niño como cuando aquella profesora de primaria que me enseñó tantas cosas con su mano izquierda, se le ponía su rostro bello, más bello y lleno de felicidad cuando cada semana escuchaba en el colegio a cierta sirena, de cierta lancha, en cierto río, cuando se acercaba a cierto puerto…

Yo aprendí a amar las madrugadas porque me despertaba la voz de Máximo Matute cantándole a su enamorada A. E, desde el patio del señor Donaciano García. Su novia estaba en el patio vecino bajo un tamarindo y él no sólo cantaba para ella “el alma en un acordeón” acompañado de Eutimio García en la caja, Donaciano Hijo en la Tumbadora, Armando en el acordeón, y el cantante, Máximo, tocando la guacharaca, sino para todo ese Barrio Arriba…

Deben haber muchos más recuerdos en mi mente, pero deseo dejar hasta aquí por ahora porque quizás no vuelva la época del suero de la señora Hernita, la yuca del Mello Delgado y el café con leche de la señora Rita
FABIO FERNANDO MEZA
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