lunes, 22 de noviembre de 2010

Los tres amores que dejó Juancho Rois

Dieciséis años de su partida

Por Juan Rincón Vanegas
juanrinconv@hotmail.com

El rostro de Dalia Esther Zúñiga sigue recibiendo con estoicismo las lágrimas que comenzaron a derramarse desde la noche del lunes 21 de noviembre de 1994, cuando murió su hijo Juan Humberto Rois Zúñiga, Juancho Rois.
En su casa de San Juan del Cesar, La Guajira, todo gira en torno al célebre acordeonista que impuso su estilo y que en vida dio la más grande muestra de calidez humana. Tiene un cuarto, museo lo llama ella, con cuadros de la vida y obra musical del artista.
Están los momentos gloriosos al lado de familiares y amigos. Todo hace indicar que en San Juan del Cesar, y en ese rincón ubicado en la carrera 10 número 4-27, Juancho Rois está aún vivo.
A la entrada de la casa descuella una imagen a escala de Juancho, dándoles a todos la bienvenida. Tiene un ademán de “todo bien”, la camisa, el pantalón y las botas que más le gustaban.
Dalia se acomoda en su mecedora y comienza a hablar de lo que nunca ha dejado de hablar: de su querido hijo.
“De Juancho Rois tengo todos los recuerdos, principalmente su hijo. Para mí, Juancho Rois no ha muerto. Él sigue viviendo, por eso en este espacio que es mi casa se nota su presencia en todos lados”.
Despacio va sacando todas las reliquias que guarda de su hijo. Y en medio de fotos, discos y centenares de detalles expresa “el último recuerdo que tengo de Juancho fue el día de su matrimonio, que fue el día más feliz de su vida. En esa fecha pasó lo más bonito, nos unimos más nosotros. Cuando él me vio que llegué a Montería, me dijo: me has hecho feliz, porque creí que no venías. Nos abrazamos largamente y me dio un beso”.
En ese preciso momento el dolor se estaciona en su garganta y las lágrimas toman forma de testimonio silencioso en sus ojos y no puede hablar más.
Arrebatando de un tajo el dolor replica: “con Juancho se me fue más de la mitad de mi vida. A Juancho me lo regaló Dios un 25 de diciembre”.
Cuenta que, siendo Juancho niño, ella tuvo que irse a trabajar a Venezuela y dejarlo bajo el cuidado de su familia. “Cuando me fui a trabajar a Maracaibo el primer regalo que le mandé fue un acordeón. Le mandaba ropa y juguetes, pero nunca faltaba el acordeón. Yo pensaba que sería músico por su gran capacidad, pero nunca que alcanzaría la dimensión que tuvo”.
En medio de su relato indica que para su hijo, San Juan del Cesar era lo máximo. Además de ser su patria chica, era su refugio cuando sus compromisos se lo permitían. “Él adoraba a su pueblo. Se caminaba sus calles, jugaba con niños y jóvenes y se iba para los puestos de venta de fritos y les daba empanadas y papas. Ese era su deleite mayor. Ponía en fila a los ‘chanceros’ y le apostaba a cada uno y jugaba hasta con los locos”.
Habla entonces del matrimonio de Juancho y sus ojos se llenan de lágrimas. “Estuve de acuerdo con ese matrimonio porque sabía que con ella iba a conseguir su felicidad. Iba bien casado porque se llevaba una gran mujer y una gran familia. Me duele en el alma que no hubiera disfrutado por mucho tiempo su felicidad y que llegara a su plenitud, que era el nacimiento de su primer hijo. Dios lo llamó sin dejarle conocer a su hijo, del cual se sentía orgulloso y hablaba sin parar de él”.
Después del deceso de Juancho, doña Dalia ha sufrido constantes quebrantos de salud, e incluso el médico le prohibió visitar la tumba de su hijo. A pesar de eso, le envía las flores y pide que le recen, pero en medio de la charla manifiesta que Juancho hace milagros.
“A mi casa llega mucha gente de todas partes a decirme que le pidieron a Juancho Rois y les hizo el milagro. De Barranquilla llegó un señor a conocerme y a decirme que me daba las gracias por haber tenido un hijo tan bueno. Me contó que tenía una grave situación económica y él se la solucionó pidiéndole y pidiéndole a través de oraciones. Yo creo todo eso, porque mi hijo era muy humanitario”.
Sigue hablando y anota que había soñado con su hijo y que le dijo que su vida iba a cambiar. “Me dictó los números 935 y 358, pero nunca le he apostado a la suerte. Para qué, si con Juancho perdí el premio mayor”.

Jenny, su amor

En la vida de Juancho Rois se apareció una bella joven monteriana para llenarlo de enormes ilusiones. La responsable del estreno del más intenso amor en su corazón fue Jenny Cecilia Dereix Guerra, quien recuerda los hechos que hicieron posible el noviazgo y posterior matrimonio con el artista.
El amor nació de una mirada de Juancho a Jenny en una caseta de Montelíbano, Córdoba, y que con el paso de los días se afianzó a pesar de algunos tropiezos. En medio de esos avatares del sentimiento y ante la oposición de los padres de su amada, Juancho no encontró otra salida que decirle en un canto que no entendía, que su amor era más grande que las fuerzas de Sansón y que estaba dispuesto a entregarlo todo para llevarla al altar. Sus razones las enmarcó en un título: ‘Por qué razón’, y le colgó unos versos donde hablaba su corazón.
Jenny estudiaba ingeniería en Bogotá y hasta allá llegaron las muestras de amor de Juancho Rois. Un amor tan inmenso que era capaz de colmar de detalles a su amada. La canción y las palabras sinceras del acordeonero lograron su afecto, y con el viento a favor se casaron –felices y con la bendición de todos– el domingo 16 de octubre de 1994. La iglesia San Pablo Apóstol de Montería fue el lugar donde Juancho y Jenny se juraron amor eterno, pero el destino los separó.
“Fueron 33 días de matrimonio, y recuerdo que cuando le dije que estaba embarazada se puso feliz. Él estaba en grabación y yo fui a darle la noticia. Ese día recuerdo como detalle especial que me compró todas las flores que tenía una vendedora”.
Después de este relato, Jenny se queda callada recogiendo pedazos del ayer, arma el rompecabezas de lo que sin duda son sus mejores recuerdos, acomoda el dolor en su alma y continúa. “Los días eran normales. Caminábamos juntos, nos bañábamos, me acompañaba a la universidad. Éramos muy felices”.

El retoño de Juancho

El niño nació el sábado seis de mayo de 1995 y se le puso el nombre de su padre, Juan Humberto.
Los recuerdos de Juancho siguen revoloteando y su hijo relata que su mamá le cuenta que su papá fue un hombre noble, bueno, amoroso, excelente acordeonista y que le hizo a ella unas bellas canciones. Guarda silencio y de repente sorprende con una sincera declaración: “Yo tenía derecho a conocer a mi papá, nadie sabe el vacío con que he crecido”. Y recalca que “según me cuenta mi mamá, mi papá estuviera orgulloso de mí, porque desde el día que supo que ella estaba embarazada se volvió loco y dijo que quería que yo fuera acordeonero o futbolista”. Jenny corrobora esas palabras diciendo que en el apartamento había acordeones y Juancho le compró un balón al hijo que venía en camino.
Juancho, le gusta que lo llamen así, como a su papá, y dice que le gustaría aprender a tocar acordeón, pero solo por hobby.
Jenny toma la palabra y dice: “El niño desde siempre ha sido muy apegado a su familia. Juancho, su papá, cuando supo que estaba esperando un hijo me sobaba la barriga y le decía “Mi mochito”. Esos fueron momentos bellos de la vida, pero ahora ese niño ha crecido y tiene muchas cosas de su papá. Por ejemplo, a Juancho le gustaba que le rascaran la espalda, incluso pagaba, y al niño todas las noches hay que rascarle la espalda. Mira que aunque no conoció a su papá hay cosas que las lleva en la sangre. Mi hijo es mucho de su papá. Él tiene muchas ilusiones en la vida, quiere ser un reconocido administrador de empresas o ganadero. Y pensar que su papá decía que el monte era para las vacas”.
A Jenny se le derrumbó la vida, especialmente las ilusiones que comenzaba a construir con su Juancho. No entendía cómo un ser bueno, noble y amoroso la dejaba sola y con un hijo en sus entrañas.
Juancho Rois Zúñiga partió dejando regados miles de recuerdos por la vida que transitó durante casi 36 años. A su mamá Dalia le regaló el más grande amor de hijo, a Jenny le dejó a Juancho, a Diomedes una imagen de la Virgen del Carmen y a sus seguidores y amigos sus notas, que hoy y siempre sonarán sin descanso porque con el acordeón era El Fuete.
Ese que en sus últimos años de vida escribió gloriosas páginas vallenatas al lado de Diomedes Díaz, quien en su obra 'Canto celestial', le dijo: "Compadre Juancho no fui a su entierro, porque no quise verlo enterrá, porque así yo me hago la idea, de que usted esta viajando lejos, que está con Dios allá en el cielo".

Un cuento de la abuela

Juancho Rois vivió mucho tiempo en San Juan del Cesar, en la casa de su abuela paterna, Rosa María Fernández de Rois.
En cierta ocasión Juancho quería ir a Valledupar al baile de lanzamiento del primer disco de Beto Zabaleta con Emilio Oviedo, pero sabía que su abuela no lo iba a dejar viajar.
Entonces, con su astucia sanjuanera, se puso de acuerdo con sus amigos Joseito Parodi Daza y Armando Sarmiento y se acostó a las siete de la noche, Tres horas después, cuando todos dormían, se escapó para Valledupar.
Esa noche le dieron la oportunidad de tocar en la tarima y demostró su sabiduría musical. Como a las tres de la mañana retornó a San Juan del Cesar y se acostó como si nada hubiese ocurrido.
En las horas de la mañana, por la emisora Radio Guatapurí hicieron el comentario del baile y de la actuación especial de Juancho Rois. Cuando su abuela Rosa María escuchó el comentario expresó: “Vee, ese radio está loco, y que Juancho tocó anoche en Valledupar. Mucha mentira esa, si se acostó temprano y mira que todavía es la hora y está durmiendo”...

miércoles, 17 de noviembre de 2010

¡LA FUETERA…! : RECORDANDO A JUANCHO ROIS

Después de una apoteósica presentación en el club El Rosal en la ciudad de Caracas, Venezuela, todos los integrantes del conjunto de Diomedes Díaz y Juancho Rois se fueron al hotel a descansar ese 19 de noviembre de 1994.
A Juancho Rois lo contacta esa noche un ganadero del Estado Anzoátegui para que vaya a su finca porque quiere parrandear con sus canciones y deleitarse con su acordeón. Diomedes regaña a Juancho y le dice al acordeonero que él no tiene necesidad de eso, que en Bogotá lo espera su esposa bella, que mande esa presentación al carajo. Pero Juancho le dice que esa plata que se ganará en El Tigre es para comprarle regalos de navidad a muchos niños pobres. Juancho invita a Diomedes y éste se niega a ir por lo que contrata a Enaldo Barrera para que le cante. El 21 de noviembre se accidenta el avión donde viaja el grupo y el acordeonero fallece. En esa discusión amigable del 19 de noviembre fue la última vez que se vieron los artistas que en mayo de 1988 se habían reencontrado gracias a los buenos oficios del venerable Claudio Mendoza al ver el guiño y el interés de ambos artistas.

Juancho antes que artista era un humano con alma de niño. Cuando los habitantes de la calle de Bogotá se enteraban que andaba por ahí, lo buscaban y el artista nunca les dio la espalda y le regalaba plata o comida. Así era cuando estaba por San Juan del Cesar: los vendedores de chance hacían filas inmensas y él a todos les compraba un número. Igual pasaba con las vendedoras de fritos.

Su tía Carmencita Rois, fue quien estuvo con él durante su niñez, adolescencia y parte de su vida adulta. De ahí que no quería ver sufrir a niños con los mismos padecimientos que quizás tuvo el autor de la canción primera grabada por los hermanos Zuleta, “Que te vaya bien”.

Todavía nadie comprende cómo carajos hizo Juancho para decirle a Jenny Dereix que ella le gustaba ya que era impresionantemente tímido. Porque cuando la veía se le quería salir el corazón por la boca y muchas veces salía corriendo cuando la veía salir de la Universidad, pero después de darle vueltas al asunto sacó fuerzas de donde no tenía y se lo confesó cuando culminó la grabación del álbum “El Regreso del Cóndor”. La desarmó cuando le dijo que ella le tenía el corazón tan herido como “el palo que se pone de soporte debajo de la astilla cuando se va a hender con el hacha”. A partir de ahí se volvieron inseparables y él la enamoraba cada día más con sus detalles inesperados como la vez que compró todas las rosas que encontró en su camino para regalárselas a ella porque había aceptado salir a pasear con él las calles lúgubres de Bogotá. Fueron los días en que se le vio comiendo mote de queso y suero con yuca, para según él, acostumbrarse a la comida que su futura esposa degustaba.

Su muerte causó una honda herida no sólo en su joven y bella esposa sino en muchas personas que de una u otra manera sobrevivían de la benevolencia de Juancho.

Sus amigos más cercanos sabían que la unión de Juancho con Diomedes llegaría a su fin ese mes de diciembre que nunca llegó para el acordeonero, ya que tenía pensado radicarse con su esposa en los Estados Unidos e incursionar en el vallerengue y en un proyecto que estaba bastante adelantado con el dominicano Wilfrido Vargas. Nada de eso se cumplió. Los niños de muchas partes también se quedaron sin sus regalos de navidad ese año y lo más triste, sin su ángel guardián.

Juancho hablaba con el acordeón o el acordeón hablaba por él. En 1981 el cantante Jorge Oñate estaba en la población atlanticense de Sabana Larga para cantarle en su feria pero Chiche Martínez, su acordeonero, no pudo llegar. Oñate desesperado llamó a amigos en Valledupar para que le consiguieran un acordeonero de emergencia y su esposa, Nancy Zuleta, se acordó en medio del desespero que en San Juan había un muchacho de escasos 20 años que tocaba su acordeón de manera muy particular y adornaba el canto del gran Elías Rosado.
Juancho fue a Sabana Larga pero sólo a sacar a Jorge del atolladero. No pretendía más. Pero Dios le tenía deparado otra cosa porque cuando terminaron de tocar ya Jorge Oñate no quiso desprenderse de él.

Mamador de gallo cuando estaba con sus amigos de la Flotica, la Tropilla y de la Esquina Caliente en San Juan. Incluso, al mismo Diomedes su jodedera le sacaba la piedra hasta en plena sala de grabación. En épocas de la cosecha de mangos se ponía a comerlos y no se limpiaba las manos para cuando sus amigo llegaran a saludarlo, él estrecharles la mano, así, sucia, después soltaba su carcajada.

El corazón de Juancho llegó a suplir incluso a Colacho la vez que en Valledupar, en la famosa caseta Aguardiente, Colacho estaba tocando su acordeón y Diomedes no subía a la tarima por estar mamando gallo. Colacho se molestó, se bajó y se fue. Juancho que estaba allí con Jorge Oñate, salió al auxilio de Diomedes aún con la molestia de Oñate quien le decía que dejara solo a Diomedes para que respetara al Consagrado. Era la época en que todavía “el viento le alborotaba la melena a Colacho”. Y Juancho con su alma noble terminó tocando su acordeón para los dos cantantes. Él era así. Y Se reía por todo.
Incluso, le gustaba vestir tan bien que hasta diseñaba su propia ropa como con la que aparece en la fotografía de la carátula del álbum “El Regreso del Cóndor”.

Ser Rey Vallenato no lo desvelaba pero se presentó para complacer a sus amigos. Perdió la batalla pero fue algo así como una insubordinación de su propio acordeón quien estaba resentido porque lo había prestado a un competidor que en ese año de 1991 había dejado el suyo empeñado por una noche de amor en un bar de mala muerte en Valledupar.

Al muchacho de 19 años que Israel Romero descubrió en el festival del Fique en la Junta, Guajira, lo llevaron para Medellín a grabar con Juan Piña; luego se encontró con Diomedes en una parranda y decidieron grabar La Locura, que de por sí todos decían eso de esa unión: que era una locura. La juventud, la inmadurez y otras circunstancias hicieron que no se soportaran y se separaran.

14 años han pasado desde que a doña Delia Zúñiga, su madre, le fueron con fatal noticia de la cual no se ha podido recuperar y el pueblo sanjuanero tampoco. El dolor era tanto en el corazón del San Juan de esa época que declararon a Diomedes persona no grata por su ausencia cuando Juancho Rois más lo necesitaba.

Juancho Rois murió de una manera que no se merecía. Murió pidiendo que no lo dejaran morir, que su esposa, “Yeno”, como amorosamente le decía, lo esperaba en Bogotá para que la fuera a buscar a la Universidad, y para que le volviera a regalar todas las rosas que cultivan en la sabana de Bogotá…La muerte no quiso esperar que la monteriana volviera a verse con ese sanjuanero que había nacido un 25 de diciembre, que le había robado su corazón y además sus gustos musicales se los había cambiado: porros y fandangos por las notas alegres de un acordeón…sí, el de Juancho Rois.

FABIO FERNANDO MEZA

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jueves, 11 de noviembre de 2010

‘¡CESÁREO ME DIJO QUE LOS GALÁPAGOS ERAN A 1.500 PESOS!’: ANITA

Sí, era una tarde de Semana Santa cuando Rosiris Ruíz se quedó embobada mirando esos cuatro monstruos que Anita vendía por la calle. Era tanto el apremio de Rosiris que desde lejos le gritó: Anita, te doy 4.000 pesos por esos galápagos. Anita en señal de rechazo tomó su mano derecha y la puso en el pliegue del brazo y de su antebrazo izquierdo en ademán de rechazo: “¡Ve…, le dijo mostrando su mano derecha en su brazo izquierdo, Cesáreo me dijo que eran a 1.500 pesos…!”

No hubo poder humano ni divino que le hiciera comprender a Anita que 4.000 pesos eran más que 1.500. Siempre fue así. Nunca dimensionó el valor real del dinero. Para ella 500, 1000, 2000, 5000 ó 10000 pesos eran lo mismo.

Rosirirs se devolvió para Santa Marta sin probar los galápagos esa Semana Santa
Esta mujer menuda, quemada por los años y la miseria, la conocí igual desde que tengo uso de razón. Nunca la veía más vieja o acabada. Era la misma Anita de siempre: con su voz apagada pidiendo favores por las calles de San Fernando, su mismo vestido, sus pies descalzos, su ingenuidad, su dulzura y su sonrisa eternas sin dientes…

Yo no sé que hacía tantas cosas que la gente le regalaba porque siempre andaba así. Dicen que se la robaban y se las vendían allá donde vivía, en la parte sur oriental del pueblo, en el barrio Las Colombias, en un rancho que se llovía.
Ana Guerra!!!, Buenos días… le dijo una mañana mi mamá, la Seño Gloria, cuando fue a buscar un poquito de leche por caridad. Yo estaba por allí y sonriendo feliz me dijo: “Hasta a mí se me había olvidado que me llamaba así…”

Esta Anita, la misma que cuando uno se la encontraba por la calle decía: “voy pa’ San Fernando…” porque para ella salir del rincón donde vivía era ir al pueblo; sí, la Anita que no se cansaba de bailar cuando la mandaba su esposo, Cesáreo, a hacer mandados y ella en vez de ir a la tienda se iba para donde escuchara música, y ahí exorcizaba todas sus desesperanzas olvidándose del café, la panela y los tabacos; esta Anita ha muerto…Tal vez de inanición, de neumonía, o de tristeza al dejar por primera vez su casa por culpa de la creciente, quién sabe…

Yo creo que Anita no nació en el pueblo, alguna vez le escuché decir que tenía hijos profesionales en mompós que se cansaron de rogarle que se fuera con ellos. Ella nunca quiso, porque a su decir esas camas de allá eran muy bonitas y blanditas y ella no sabía dormir en esos chócoros…

Ya no la regañará más Cesáreo: “te voy a dar un al revés con el filo de la mano, carajo, que vas a caer allá en la ciénaga y quedar hecha picadillo lista para que te coman los puercos”, le decía, cuando Anita se demoraba con los mandados, o cuando, -como casi siempre- no llevaba completo los vueltos.

Anita quizás le echaba la culpa a los famosos arenales del pueblo, pero ya no. Los arenales se fueron y no nos quisimos dar cuenta cuando nos decían poco a poco adiós. Y culpaba al colchón de arena porque las monedas se le enterraban allí y ella decía que no las encontraba.

Confieso que había resuelto no escribir por un tiempo, pero es que a veces en San Fernando pasan unas cosas que no me puedo quedar callado. El médico Édgar Ruiz me llamó a decirme la triste noticia y no me entristecí. Me alegré por Anita. Porque ya descansó de tantos ratos amargos con los que estuvo pincelada su vida. Al menos cuando su esposo la amenace con pegarle, ya no podrá. Aunque sea por lo mismo de siempre: los famosos vueltos de algún billete que siempre faltaban y ella con su alma noble y buena lo explicaba desde hace mil años a su manera, aunque Cesáreo se quedó calvo de la rabia de tanto escuchar la misma explicación: “esa moneda que te di, esta que te estoy dando, y esta que te voy a dar, son un peso con cincuenta centavos del billete de 5000 mil…”

Anita, de todo corazón te deseo multiplicado por un millón ese “peso con cincuenta centavos” pero de felicidades allá donde sé que estás porque Dios existe, Anita. No lo olvides.

FABIO FERNANDO MEZA

lunes, 8 de noviembre de 2010

AL SALUDO VALLENATO NO LO PUEDEN MATAR

Al folclor vallenato no se le debe desmembrar a uno de sus miembros preferidos porque queda como viudo con mujer viva.
A la música vallenata poco a poco se le ha ido quitando parte de su herencia, comenzando con la modernización continua de sus aires representativos. Se mira con preocupación cómo se está tratando de borrar de la piel del folclor vallenato su tatuaje indeleble como lo es el saludo espontáneo de sus intérpretes para alguien o algo especial para ellos.
Desde antes de que la música vallenata existiera como tal, cuando lo que expresaba el campesino al inspirarlo una tarde de sol de los venados en su acordeón sin acompañantes era dedicarle su canto lastimero a quien estuviera por allí, el saludo es la sangre que corre por las venas de la música vallenata. Es quien la nutre de autenticidad.
Desafortunadamente hoy con la excusa inaceptable de internacionalizar nuestra música se tiene que matar y enterrar tres metros bajo tierra a su hijo más dilecto dizque porque no encaja en el nuevo mensaje que se quiere mostrar al mundo. Eso es un tremendo error. ¿Qué vaina es esa?

Si al mundo le ha llamado la atención esta música con arraigos bucólicos bien definidos se le debe de seguir mostrando así tal cual como es. Como es ella. Porque de otra manera, se estaría entregando al mundo para su deleite una música que le falta el centavo para el peso y eso no es autóctono, y ese algo que le falta es el saludo vallenato, su razón de ser.

Si se observa por ejemplo, la música ranchera que Méjico orgullosamente le muestra al mundo, no ha dejado de ser lo que es. Y el mundo así la acepta, así la quiere y así la canta. No ha sufrido cambios. Entonces a nuestra música vallenata por qué tenemos que cercenarla para mostrarla inválida, porque le falta lo mejor, como si nos sintiéramos avergonzados de la canción y del cantante que saluda a un amigo campesino en la población de Garrapata, Magdalena; o de la canción y el cantante que saluda muy cariñosamente al Cojito Palmar en el caserío de Guarero, en la frontera; por decir sólo dos ejemplos de los tantos que hay. Al contrario: se debe seguir saludando a todos los campesinos de todas las Garrapata, Magdalena; y a todos los miles de Cojito Palmar de todos los Guarero. No debemos sentirnos avergonzados por eso. Es nuestra cultura, es nuestra cédula de ciudadanía, nuestro pasaporte para mostrar al mundo, y así nos quieren y nos admiran.

Las casas discográficas cuando remasterizan temas inmortales de grandes grupos vallenatos además de distorsionar su grabación original añadiéndole toda clase de instrumentos ajenos al vallenato, le quitan de un sablazo los saludos contenidos en cada canción.

Hay canciones vallenatas que se recuerdan más por la manera como el cantante saluda a un determinado lugar o persona que por la canción en sí.
Debiéramos dejar que el mundo sea quien diga si le gusta el vallenato con todos sus encantos o si lo desean como algunos pocos se lo han embutido por los ojos: así, sin uno de sus componentes esenciales con el único deseo mezquino de vender, lo demás no importa. Algo así como el que venga atrás que arrée, desdibujando de lo que ya está nuestra música.

No es necesario invitar a cantantes de otros géneros, todos respetables por supuesto, para que nos ayuden a “internacionalizar” nuestra herencia musical. Es como si tuviéramos dos caras: la que mostramos aquí en el patio de la casa y la que queremos mostrar fuera. Es lamentable porque el vallenato se abre puertas solito por donde quiera que vaya, con sus mensajes, su autenticidad, su cadencia musical, su estilo característico, y, por supuesto, con su saludo inmortal.

La música vallenata pura, la que contiene sin vergüenza alguna saludos hermosos, debe seguir siendo esa que el hijo del embajador de Francia en Colombia le pide a gritos que por favor le lleve a su natal París, que es lo único que quiere escuchar; debe seguir siendo esa que el pueblo Guatemalteco ovaciona, y la ciudad de Monterrey, Méjico, ha aceptado como suya; la que el expresidente estadounidense Clinton silba todas las mañanitas recordando nuestro mar caribe; la que en España se escucha por doquier y Rusia canta, aunque en álgebra, pero la canta.

No hay necesidad de mutilar al vallenato, de matarle el saludo, de irle limitando su mensaje, de inventar tonterías, para decirle al universo que en un rincón de Colombia está la música más bella del mundo.

El saludo vallenato espontáneo no debe morir. Así como es el alma de las parrandas debe seguir estando presente cuando se graba una canción. Los cantantes deben ayudarnos a conservar esa herencia.

El saludo vallenato no puede desaparecer. No tiene por qué. Somos más quienes lo añoramos y lo queremos. Eso no debe suceder nunca.
Si no, pregúntenle al cantante Iván Villazón cómo le fue con su álbum “El desafío”, al experimentar lanzarlo sin un saludo. Fue un desastre.

Es cierto también que la espontaneidad del saludo se está perdiendo. Hay cantantes que venden el hecho simple de nombrar a alguien en una canción. Antes, eso salía del corazón.
Ojalá se vuelvan
a escuchar saludos maravillosos y llenos de folclor como los que se escuchaban antes, como por ejemplo: “Y ahí le mandamos un abrazo a Chimichagüa, la tierra de Camilo…” (Diomedes Díaz); Oye, Mono Daza, ¿no se conseguirá un chivo en Río Seco? (Poncho Zuleta); para mi viejo Pancho Zabaleta, en El Molino, (Beto Zabaleta); Darío José Pavajeau Baute, allá en el Valle, (Rafael Orozco); oye, Nabo Cogollo, en Cereté, (Jorge Oñate); por decir algunos…

Isyo, que no asesinen al saludo vallenato, si eso pasa ¿cómo queda Patillal si se muere el Chema Guerra?.
Un saludo bien vallenato para el mundo entero de parte de esta música bella, de esta música nuestra.