martes, 2 de febrero de 2010

CUENTO GANADOR CONCURSO UNIVERSIA-BANCO SANTADER: CHELE, EL BALSERO

Dedicatoria:

Para Isyo, con todo el corazón.
En Batatal, por supuesto.



COLUMNA CARCAJ

Casta Caro la esposa de Chele, no estaba preocupada esa tarde de sábado porque su marido no llegaba a la casa como lo hacía todos los días.
Ella sabía por experiencia que si él no llegaba a la prima noche a comerse su pedazo de queso con yuca, y a tomarse su agua de panela hervida, era porque estaba parrandeando.

-Menos mal que no son todos los fines de semana -sino de vez en cuando- decía resignada.

Chele ese sábado por la tardecita estaba de afán en el puerto del río, ya que había amanecido con ganas de tomarse unos "guanabanazos" como le decía a los tragos del ñeque que tanto le gustaba, por eso estaba pendiente de que Manuel Joaquín y Never Delgado no habían llegado aún a la orilla donde él los había trasladado en las horas de la mañana en su canoa de carreto de diez varas de largo, para devolverlos al pueblo.

El trabajo que Chele realizaba hacía muchos años, era el de transportar a todas las personas que fueran a hacer alguna diligencia al otro lado del río, a los pueblos que quedaban regados allá al frente del suyo, y luego por la tarde, traerlos de vuelta. Lo mismo hacía con los habitantes de todos los pueblos que quedaban del otro lado del pueblo suyo, cuando venían a hacer cualquier vuelta.

Jamás trabajaba los lunes, y menos si amanecía enguayabado. Solo iba al puerto por su mata de yuca y regresaba. El resto de la semana lo hacía desde las buenas cinco de la mañana hasta las seis de la tarde, cuando los mosquitos lo hacían abandonar el puerto. Había heredado ese oficio de su padre, y su padre de su abuelo hasta que se perdía de generación en generación esa hermosa tradición.

Pero los momentos que Chele más gozaba de su trabajo era en el verano, cuando los ricos del pueblo como don Wilfrido Delgado, embalsaban su ganado para el otro lado del río, buscándole comida en los playones. Chele se alegraba tirando al agua vacas valientes, cogiendo a los toros resabiados por el rabo para lanzarlos al agua con su fuerza extraordinaria, a pesar de su baja estatura y su avanzada edad; recogiendo a los terneros que se acalambraban atravesando el río y echándolos en su canoa. Todos sabíamos que lo hacía porque le gustaba, no por dinero, porque a veces, los ganaderos no le pagaban.

-Esa gente es dura -decía- más dura que "la tira-tira del mondongo".

Cuando trajo de regreso al último grupo de pasajeros encabezados por los integrantes de la Banda de Músicos del pueblo llamada "30 de Mayo", y a su director David Ruíz Aguilera, amarró su canoa a una Ceiba corpulenta como lo hacía siempre, le achicó el agua, y luego se bañó en la orilla del río, se puso su pantalón negro de ir a dar pésames y su camisa blanca abierta sin abotonarse, como la usaba siempre, y sus abarcas en las manos para que no se le gastaran. Le dio una vuelta al sembrado de yuca para ver cómo estaba, y se dirigió a la plaza de la iglesia. Antes había pasado por donde la señora Luzmelby y le compró un litro de ñeque, licor que ella misma fabricaba, para tomárselo con todo el que se acercara donde él acostumbraba parrandear: Sentado al pié de la cruz que estaba en todo el centro de la plaza de la iglesia.
Allí llegaban sus amigos y los que no lo eran tanto, atraídos por la improvisación perfecta de décimas y letanías, que Chele recitaría hasta el lunes por la mañana.

José Tomás era un muchacho de una estatura tan pequeña, que parecía un niño de dieciocho años. Cuando escuchaba los versos de Chele en la plaza, salía desesperado a esconderse donde Chele no lo encontrara, ya que en el pantano de la parranda, Chele salía a buscarlo por toda partes porque se acordaba de un deseo que jamás se le haría realidad: Coger a José Tomás, metérselo en el bolsillo derecho de su pantalón dejándole las piernas afuera, para cuando fuera donde la señora Adria López por su apodo nuevo, ella le preguntara qué llevaba ahí, y él poder contestarle orgulloso:

Un llavero.

Lo primero que hacía Chele cuando llegaba de mañanita al puerto del río, era limpiar la pequeña casa de palma, luego se dirigía a su sembrado arrancaba una mata de yuca y la mandaba con alguno a su casa, para que su esposa la cocinara y se la pusiera en el plato de bastimento con las tres comidas. Si la comida no iba acompañada con su tubérculo favorito, Chele no la tocaba y la regresaba tal y como se la habían enviado.

-La yuca es como la mujer -había dicho alguna vez : No aburre.

Cuando ya no le pasaba un trago de ñeque más del que la señora Luzmelby fabricaba y vendía por litros en su tienda, al igual que vendía media botella de petróleo, cien pesos de tabaco, una papeleta de café y cuatro onzas de azúcar, lo único que había en la tienda; Chele se levantaba del suelo, y no escuchaba razones de sus compañeros para no irse, ellos siempre querían seguir parrandeando, porque chele era quien pagaba; pero sabían muy bien, que cuando Chele se paraba para coger camino, no había poder humano que lo aguantara. Luego se dirigía a un extremo del pueblo, en busca de la casa de la casi centenaria Adria López.

Desde la mañana lejana de domingo cuando la señora Adria López salía de misa de cinco y encontró a Chele borracho sentado al pié de la cruz, festejando que la fiebre maligna no lo había matado, ella le dijo con la fuerza de su fama bien ganada de campeona de ponerle apodos a todo al que le diera la puta gana:

-Carajo, Chele, estás igualito al mono de Diomira cuando se vino de Venezuela, que estaba tan flaco, pero tan flaco, que cuando llovía tenía que esconderse de los aguaceros porque se le encharcaba el agua en las clavículas, y si no podía esconderse, Diomira tenía que achicárselas con una totuma-.

Chele se quedó revolcándose en el suelo de la risa, festejando las palabras de la señora Adria. Desde ese día y durante muchos años, cada vez que se tomaba sus tragos, lo último que hacía cuando ya quería irse a dormir, era visitar a la señora Adria para que ella le pusiera otro apodo, no importaba el color, ni el olor, ni el sabor con tal de que fuera nuevo, diferente a los anteriores.
Sólo así amanecía tranquilo, sin guayabo, de buen genio y con más bríos de ir a su trabajo de balsero.

Era entonces cuando Casta Caro lo escuchaba guapirreando una cuadra antes de llegar a su casa, diciendo que él era Chele García, el hombre que no respetaba pinta, el marido de "la mula esa" que no quiere parirme un hijo, el que vive en esta puta vida, que puede decir tres no jodas bien dichos en su casa, no joda, el que comía yuca seca y por eso todavía se orinaba la punta de la barba a pesar de que ya estaba viejo,que él era un hombre de los piez a la cabeza.
Casta se levantaba antas que él llegara, y le quitaba la tranca de guayacán a la puerta para que Chele entrara y se acostara tranquilo, como efectivamente lo hacía. Jamás formaba escándalos de borracho en su casa.

Un lunes temprano de agosto, cuando la señora Adria López como todos los días de su larga vida, se levantó a hacerles el tinto a sus nietos y a poner la viuda de yuca en el fogón para que se fueran para el monte a trabajar, no tuvo que mirar para el portillo para ver quién lo estaba abriendo, aunque se extrañó al notar que los perros aullaban, porque no lo habían hecho nunca, desde que Chele iba por "su encarguito" como él decía al llegar borracho.

Ella siguió atizando el fogón y hablándole a la olla donde comenzaba a hervir el café, mientras sentía los pasos de Chele dirigirse a donde ella estaba:

-Ya viene ese vergajo a fregarme la paciencia otra vez -dijo.

Y siguió hablando sin mirarlo, atizando el fogón:
-Yo no se por qué ese cara de burro comiendo maíz en pretil alto no va a dormir, para que vaya mañana a trabajar como nuevo-.

También sintió la carcajada de Chele como lo hacía siempre que le gustaba el apodo que ella le ponía, y hasta sintió sus pasos alejándose del patio, buscando el portillo de palo por donde salía.

-Ánimas benditas del purgatorio- dijo la señora Adria cuando se le subió el café en la olla y ella luchaba desesperada con la cuchara de palo para que no se le derramara.

En ese instante escuchó un toque de las campanas de la iglesia que anunciaba que un hombre había muerto. Ella como todos en el pueblo sabíamos, que de escuchar dos toques seguidos, el muerto era mujer.

Con sus pasos lentos se dirigió al portillo de palo a esperar que alguien pasara para preguntarle quién había muerto. Al cabo de un buen rato venía Mañe Trejo delm puerto del río en su carro de mula, y después de darle los buenos días le dijo:

Murió Chele García allá en la orilla del río. Unos pasajeros lo encontraron tratando de arrancar una mata de yuca.

1 comentario:

Osiris Yacub dijo...

..y ganó con todos los méritos, el arte de escribir, el sabor de lo cotidiano y mucha creatividad plasmados en este cuento.

enhorabuena por tu talento Fabio!!
(San Fernando tiene que saberlo)