sábado, 13 de febrero de 2010

YO SÍ VOY A MI PATILLAL

COLUMNA CARCAJ

El Periodista, Escritor y Contador Público, Juan Gossaín Abdala, dice que no desea volver a su San Bernardo del Viento natal porque se le estropean los recuerdos de infancia y adolescencia contra el muro de la realidad. El compositor vallenato, el maestro Armando Darío Zabaleta Guevara, dijo también que no volvía a Patillal, aunque por razones muy distintas a las de Gossaín: allí habían asesinado a su mejor amigo, Freddy Molina.


Yo me imagino que a Juan Gossaín ya se le debe estar agotando sus recuerdos y a lo mejor no tenga más provisiones en su memoria ni en su corazón para afrontar la crisis del desabastecimiento que se le avecina, porque quizás no previó que durará mínimo cien años más dando vueltas por aquí.

Con el maestro Armando Zabaleta pasó algo muy diferente: todavía le quedan reservas del Patillal aquel donde la tristeza y el dolor le impiden volver.


Me parece un acto heroico la decisión que tomaron estos dos grandes pilares de nuestra cultura costeña. Confieso que yo para eso sí he sido cobarde. Porque cada vez que puedo voy a la finca Batatal, que está a un tiro de piedra de San Fernando, Magdalena. Y lo hago, entre otras cosas, para cuando se me vayan acabando los recuerdos guardados en la mochila de fique de mi memoria, ir sumando más con hechos recientes para que se vayan añejando en ese barril sin fondo de mi corazón y utilizarlos en momentos de emergencia.

Yo voy a Batatal y a San Fernando y no los veo como seguramente están ahora, sino como los guardé en mi corazón de niño: sus casas de palma, sus calles de arena, sus mechones de candela en un tronco en la puerta de las casas por las noches, los ríos de mangos corriendo por las calles en el mes de abril, los cuentos de brujos y de hechiceras. A veces logro ver por las hendijas de mi memoria a mi abuela Rita parándole la sangre con oraciones revueltas con plantas medicinales a algún campesino que se cortó con su hacha la parte distal del muslo de su extremidad inferior y no veo la realidad que me ofrece la actualidad.


Ya no es extraño que vaya del pueblo a la pequeña finca en la moto de mi hermana Isyoli. El problema es que yo siento que vamos como en nuestra infancia, montados en el burro chueco por ese camino lleno de arena y de árboles abrazados entre sí que casi no dejan ver el sol, cantando a voz en cuello Señor Gerente, la canción que canta Diomedes y compuso el maestro Escalona. Sí, otra es la realidad.


Muchas veces me ha pasado que cuando voy saliendo para el camino que conduce del pueblo a Batatal y paso por el frente de la casa de la señora Isidora Jiménez, la vuelvo a ver a ella en las mañanas regando y consintiendo su hermoso y envidiado jardín lleno de flores fragantes y coloridas. Pero otra es la realidad


Los recuerdos ayudan a sobrevivir y a no mirar la crudeza de la realidad. Las matiza. Tanto, que me niego a palpar la realidad que viven muchos paisanos como son la de pasar hambre y enfermedades, ya que lo que veo es a los pescadores en mis recuerdos sacar sus redes llenas de bocachicos inmensos que se aburrían de comer y le tiraban el resto a los puercos. Gracias a todas esas paradojas creo que estoy sobreviviendo.


Ese es mi Patillal. Dos lugares que llevo en el corazón y que los sigo viendo como yo los viví, y no como debiera verlos.

He llegado al extremo de entrar al pueblo y saludar al señor Núñez, en la primera casa que encuentro en mis recuerdos, pero en realidad hoy creo que es una cantina. Como tampoco está la casa grande de palma donde mis padres me llevaron a vivir en el barrio abajo, un barrio tan extraño para mí en esa época, que demoré mucho tiempo en adaptarme y a quererlo como ahora lo quiero; porque allá a diferencia de la casa de mis abuelos paternos en el barrio arriba, no podía jugar con los hijos de Mañe Trejo, del señor Isaac, del señor Hamil, entre otros, sino que tenía que jugar cacho escondido con Reyo, con Davi, con Santo, con Yamile, con Nesly, con Arismel...


Tocó aprender a las carreras que ya no iría a la tienda del señor Isaac, sino a la de Lucho Capi, quien no daba la ñapa. Así es mi vida que no hubiera sido igual sin las historias interminables de la señora Luisa Novoa, de cuya casa ninguno se quería ir en las noches por lo tétrico de sus relatos y que de pronto algún muerto de sus relatos nos estuviera esperando a la salida.


Batatal para muchos es quizás la finca más insignificante que haya en esa región, pero para mí es el lugar más extraordinario que haya existido jamás. Allí he escuchado miles de historias contadas por los trabajadores con su cara de palo por sus exageraciones monumentales y veía cómo alguno de ellos se negaba a desayunar pescado porque alguien había olvidado llevar el jabón para lavarse las manos.

Mis recuerdos también están rodeados de ciénagas y playones. Los mismos playones a donde la señora Grimaneza cortaba leña y si no la iban a buscar se quedaba todo el año por allá porque le daba pereza volver a andar lo andado con su carga en la cabeza.


Mientras amigos y paisanos rezan porque llegue el progreso montado en carros último modelo y acabe con todo vestigio de lo que a mí me gusta, yo abogo porque no talen más árboles y porque no sigan desapareciendo cuerpos de agua y para que algún día nuestros hijos conozcan al menos la iguana y no precisamente en las fotografías buscadas por Internet.


La verdad es que desde siempre me he sentido en mi lugar cuando en el pueblo estoy rodeado de gente muchísimo mayor que yo, de personas que narran historias fantásticas unas detrás de otras y cuando reaccionamos ya es de día. De eso nos emborrachamos y lo más gratificante es que el guayabo es sabroso y reconfortante.


Debe tomar sus precauciones Juan Gossaín, para tener recuerdos de emergencia porque al final puede quedar su alma y su corazón como la cometa que me hizo alguna vez mi padre para un mes de agosto y que en pleno vuelo se quedó sin cola.

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