sábado, 10 de septiembre de 2011

UN SENCILLO HOMENAJE CON TODA EL ALMA

Yo no sé cuándo fue. No lo quiero saber. Pero un día leí algo en Soy Sanfernadero algo que me dejó petrificado, sembrado en la silla y que no he podido asimilar, ahí había escrito alguien una noticia que nunca hubiera querido leer: mi profe de quinto de primaria se había ido a dormir el sueño de los que esperan despertar en lo eterno.
Nadie ha podido develar ese extraño misterio del por qué las personas que uno más quiere se nos van y muchas veces no alcanzan siquiera a despedirse y uno queda con una sensación de vacío que nadie ni nada llena.

Yo no sé por qué su familia siempre le dijo Tía Tere. Aunque eso en San Fernando es normal que a todos en nuestro seno familiar nos llamen con un apodo u otro nombre diferente del real o que nos lo regalan y lo traemos enredados en nuestro cordón umbilical. Para mí siempre fue, es y será la Seño Lidia, la profesora que en esas épocas de sueños sin realizar de los estudiantes de quinto se vestía de una manera vanguardista. Siempre estaba a la moda. Y lo más impresionante es que todo lo que ponía le quedaba bien. Yo dentro de las tantas cosas que admiro de ella está su estilo y acierto para vestirse y sacaba a relucir su casta y su estirpe cuando se desplazaba todos los días desde su residencia - ubicada diagonal a la casa de mi abuela Rebeca hasta el colegio de varones que en esa época quedaba en el extremo norte del pueblo que la vio nacer-, por la calle del medio llena de arena y recuerdos paseando su eterna elegancia y su belleza, y más hacía notar los atributos que Dios le dio y lo hacía a propósito cuando comenzaba a caminar todos los días a las 7 de la mañana pero especialmente desde la casa de don Pedro Mejía hasta la de don Jaime Aragón sin importar las consecuencias de su acto rebelde ni qué carajos. Sólo ella sabía el por qué.

La conocí siendo Rectora de la Escuela de Varones y admiraba su capacidad para escribir con la mano izquierda, yo siempre le preguntaba si no se sentía incómoda ‘escribiendo al revés’, y ella me respondía con una carcajada sonora que a veces la hacían llorar y luego me decía que le saludara a mi abuela Rita. En alguno de aquellos sabrosos recreos cuando todos teníamos algo para comer o comprar me dijo algo que hoy recuerdo con tristeza: “algunas mujeres zurdas de mi estirpe árabe somos muy inteligentes pero se van pronto de la vida…”

Había que ver cómo brillaban sus ojos todos los jueves por la tarde cuando se escuchaba por todo el pueblo una sirena encantada desde la última vuelta del río, que para nosotros sólo era un sonido más, pero para ella era un mensaje cifrado que le decía cosas hermosas y se reflejaba en su rostro que se tornaba más bello de lo que ya era.

Yo tengo un defecto: a las personas importantes de mi vida que ya se han ido siempre las recuerdo en sus momentos felices y con la mejor sonrisa y no como estaban al momento de su partida.

Algunas veces al salir de clases al medio día, la Seño Lidia me esperaba y nos veníamos caminando por la calle tercera de norte a sur y me daba ‘un ladito’ en su infaltable paraguas inmenso y lleno de colores, y volvía a pasear su belleza y su personalidad arrolladora bajo ese sol inmisericorde del San Fernando pujante de aquellos días sabrosos. Era entonces cuando ella me repetía lo que me repetía y volvía a repetir cuando caminábamos juntos: que para ella el nombre más lindo de las aves que surcaban el cielo y los montes de aquel pueblo con cosas sin amansar y silvestres todavía, era el de la Oropéndola y me la mostraba con el dedo. Yo le respondía que ese nombre era extraño y difícil de pronunciar y ella volvía a soltar su carcajada.

Pero también debo confesar que cuando nos dejaba tareas a los alumnos de quinto ella misma me las hacía sobre todo los mapas de Colombia y de Iberoamérica porque tenía un talento impresionante para dibujar.

Años de años pasaron por su vida y por la mía y todo en el pueblo cambió. Un día renunció a la dirección del colegio y se fue en busca de un mejor porvenir para ella y para el fruto de una pasión y un amor imposible que pocos fuimos los que comprendimos respetamos y apoyamos. Yo tenía la esperanza que así como había vencido tantos obstáculos hasta en su discreta vida sentimental vencería esa extraña patología que la molestaba en su existir. Pero esta vez fue ella la que sucumbió y cerró para siempre sus ojos de color miel y condescendientes con los que también sonreía.

Se fue la Seño Lidia y con ella muchos de mis recuerdos de estudiante de primaria incluyendo mi extrañeza de que no tuviera nunca una vara de matarratón en sus manos, ni siquiera para amenazarnos como era natural en aquellos tiempos entre las profesoras. Fue un faro para su millón de sobrinos y una mujer digna de emular en todos los sentidos. Seño Lidia, para mí siempre será lunes y siempre que cierre los ojos deseo que el recuerdo suyo que me invada sea el de verla caminando engreída, segura, sonriente y desafiante en su paso para el colegio entre la casa de don Pedro y don Jaime, principalmente.

FABIO FERNANDO MEZA

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