jueves, 12 de mayo de 2011

RAFAEL ESCALONA: UN HOMBRE GRANDE

¡Pero no fue por otro hombre! Esa respuesta tajante la dio Rafael Escalona cuando entraba al patio de la casa de su comadre Consuelo donde se reunían para cada Festival Vallenato en sus albores, diferentes personalidades que aman este folclor. Escalona había alcanzado a escuchar lo que al periodista Juan Gossaín le comentaba su también comadre Consuelo: “Está alicaído, compa. La novia, su última conquista, lo dejó…” Entonces ¿Cómo fue la vaina, Rafa?, Preguntó Gossaín. A lo que Escalona replicó terminándose de sentar en el taburete:” Sí me dejó pero porque se metió a evangélica ¡y eso es muy diferente!”. Para los dos amigos de Escalona estaba claro que no iba a reconocer que le habían pisoteado su ego. Pero este personaje del que García Márquez había dicho en una ocasión que “era el hombre más enamoradizo y hazañoso que hubiera conocido” no aceptaba una derrota, sólo de un poder celestial.
Un rebelde. Ese era Escalona. Comenzó a tamborilear con los dedos letras y melodías en la mesa antes de que le sirvieran la comida y las guardaba para siempre en su memoria para ofuscación de sus padres y deleite de sus amigos. Protestó contra el hambre del liceo Celedón con la única arma que disponía: Una canción. La verdad él no quería estudiar. Él quería tener un medio para ganarse la vida, parrandear con trago fino, enamorarse para que la musa no se le fuera con otro y tener más de un millón de amigos. Todo eso lo consiguió.
La mayoría de sus canciones las ensayaba cantándolas guiándose por la melodía que llevaba dándole golpes a la cabeza de la silla de montar con una vara de totumo cuando paseaba por su hacienda “Chapinero”. Lo único que lo sacaba de ese ensimismamiento era que algún campesino de la zona se le acercara para pedirle el favor de que le vendiera un centavo de hora. Él se la regalaba: son las 10 y 10 de la mañana le decía medio deteniendo la mula que le gustaba montar. Como campesino que al fin y al cabo era, no creía mucho en lo que le decía el reloj brillante que adornaba su muñeca izquierda y regalado por algún amigo contrabandista. Antes de regalar la hora y rechazar el centavo, Escalona primero miraba el sol y luego comparaba ese dato con el reloj circular inmenso y nunca se equivocaba. Era la hora exacta. De eso también se ufanaba. Siempre tenía que pasarle cosas diariamente para poder alimentar su memoria y sobrevivir. En su larga vida siempre pasaba algo, algún detalle, y lo aseguraba en el acto para poder llegar el fin de semana siguiente donde sus amigos no sólo acompañado de una botella de whisky sino de versos sueltos al que el acordeonero de turno le tocaba acomodar. Escalona era de esas personas que siempre quería ser el centro de atención. Quizás por eso inventaba cualquier locura para salir de la cotidianidad de la parranda y algunas veces llegaba callado y cuando le reclamaban contestaba: He resuelto no hacer más cantos. Sus amigos de parranda protestaban: ¿y eso por qué, Rafa? Porque Sabitas me demandó, respondía. Pero ese detalle era el comienzo de otra canción que ya traía compuesta para la parranda siguiente. Escalona tenía la particularidad de parrandear de día. Comenzaba a las 8 de la mañana y ya a las 5 de la tarde se estaba recogiendo. Cuando se le preguntaba el por qué de su horario de gallina respondía: “Jamás nadie dirá que vio a Escalona borracho de noche”. Sus amigos de infancia y de muchacho ocuparon siempre un lugar especial en su corazón porque nunca lo vieron como la celebridad con que otros lo miraban sino como “el compañero que echa vainas” y el que en vacaciones de colegio estaba a la caza de algún suceso en el pueblo para volverlo canto. “Yo no salgo con ese reloj de pared debajo del brazo para la calle a mandarlo a componer”, dijo el Coronel, de García Márquez. “Si por ahí está Escalona y me ve con semejante escaparate me hace un canto…”. Algunos dicen que cuando se fue para Bogotá se le acabó la inspiración. Él se defendía diciendo que no componía cuando la gente quería sino cuando él lo disponía. “Ajá, compadre, le reclamó Consuelo ¿cuando le va a hacer la canción que le prometió de regalo a mi compadre Gabo por el Nobel?”. Él no le respondió. Pero casi un año después los Hermanos Zuleta lanzaron ese bombazo en forma de merengue vallenato llamado Vallenato Nobel, pero antes le había pedido a su ahijado Poncho que le regalara una copia antes de salir al mercado el disco y se la mandó a su comadre Consuelo para que dejara de fregarle la paciencia.
Escalona decía que la primera impresión era la que valía. Por eso siempre andaba impecablemente vestido, hasta dormido. Y solamente él era capaz de tener tantos trapos envueltos encima además de una corbata elegante en el sol inmisericorde de Patillal como le dijera Juana Arias, para sacarse con él sus rencores almacenados en la bilis porque por su culpa el doctor Molina no le había querido servir de abogado para el caso de Luis Manuel.
Todo el mundo sabía que las mujeres eran la debilidad de Escalona y era capaz de todo con tal de conquistarlas, pero por sus constantes devaneos ese romance duraba la mayoría de las veces los que demora una canción vallenata: cinco minutos. Además, Escalona era consciente de que al igual que el sanfernanderísimo Juancho Ruiz Meza, no había nacido para ser como los fósforos suecos que sólo prenden en su propia caja.
Cuando sintió que en el mes de mayo alguien había cogido sin su permiso su maleta llena de pinturas, gabardinas, recuerdos, canciones y sombreros, y que al igual que a él lo había embarcado sin su consentimiento en un vagón cuyo tren no dejaba de pasar desde la orilla del río de aguas diáfanas donde él cuando niño le bañaba el caballo al maestro Tobías Enrique Pumarejo hasta la ciudad sitiada por cerros donde ni en Semana Santa dejaba de llover, sintió la imperiosa necesidad de reconciliarse con el también compositor Armando Zabaleta. No tuvo tiempo.
En el año de 1994 para el Festival del Porro de San Pelayo, Córdoba, Escalona fue invitado como jurado y en plena inauguración de tan magno evento un despistado miembro de la junta directiva que estaba a su lado lo miró despectivamente y le preguntó a quemarropa: ¿Y quién carajos es Escalona? El cronista que decía que lo que extrañaba en Bogotá de su Patillal del alma después del almuerzo era un pedazo de panela para la sobremesa, le dijo mirándolo a los ojos sin tiempo de pensarlo e hiriendo de muerte por siempre y para siempre al osado personaje con el puñal afilado de su respuesta: Un hombre grande.

FABIO FERNANDO MEZA
fafermezdel@gmail.com
15.04.2010

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